domingo, 28 de abril de 2013

AYUDA PARA MORIR

No se trató de un delito, sino de un acto distinto de eutanasia. La anciana, agonizante desde hace unos meses, no encontraba la paz por causa de extrañar a su hija. En medio de sus dolores pedía verla. Desde hace más de catorce años la había dejado allí. Alberto Ortiz, director del asilo, se había dedicado a buscarla por cielo, mar y tierra. Todo fue inútil, no dieron con ella. Los demás ancianos, consternados decían que ella no moriría sin ver a su hija. Y tal vez viendo el reflejo de su propio futuro, se ponían a rezar para que un milagro permitiera el retorno de la ausente. La voz quirúrgica de la anciana sorprendió en más de una ocasión a sus compañeras haciéndose pasar por su hija. La tarde en la que la nueva enfermera llegó, Ortiz, la puso en antecedentes y le sugirió que se hiciera pasar por la hija desaparecida y que le hablara para consolarla y aliviar un poco su pena. Al principio se resistió, dijo que no era ético, pero después del ruego de la comunidad de ancianos, accedió a ver a la enferma. Los más de veinte ancianos la siguieron hasta al estrecho cuarto. Con curiosidad y esperanza contemplaron a la madre agonizante. La resolana del atardecer que se filtraba por la ventana, le daba una iluminación cálida a la sencilla habitación, enfatizando los rasgos de los ancianos, como en una fotografía antigua en blanco y negro, en medio de un silencio total. La enfermera se conmovió al ver a aquella delgada y pequeña mujer de piel enjuta, con blancos cabellos y palidez extrema, que en medio de quejidos y con antecedentes médicos de desahucio alargaba su agonía con la esperanza de volver a ver a su hija. Sin pensarlo dos veces la enfermera, profundamente conmocionada, tomó la mano de la señora, ante la mirada fija de los consternados abuelitos, que respetuosamente rodeaban la cama de la enferma, con expectación y esperanza. -Madre, no sufras- Dijo la enfermera. -Aquí estoy, he venido a verte. Al sentir el calor de la mano y escuchar la nueva voz, sin poder distinguir ya los rostros, la abuelita sonrió. -¿Eres tú hija?- preguntó con voz quebrada. - Sí, soy yo. Vine porque me dijeron que estabas enferma. La abuelita trató de incorporarse para abrazar a la enfermera, pero sólo pudo levantar el antebrazo para acariciar la cabeza de la joven mujer que se inclinó para facilitar el acercamiento mientras la anciana decía: -Esto no es un sueño, ¿Verdad? ¿Eres tú? Dios me ha hecho el milagro-. Y rompió el llanto. -gracias a Dios que volviste. Sólo a ti te esperaba. He sufrido mucho. Qué bueno que has venido a ver a esta vieja. Yo ya no puedo más. Le enfermera se, olvidada de la falsedad de su papel y con lágrimas en los ojos, le contestó: -No te preocupes, te vas a poner a bien, ten fe en Dios. Él me ha mandado para que volvamos a estar juntas. Ya no te voy a dejar sola. -Hija, perdóname, perdóname por todo. -No madre, tú perdóname a mí por haberte dejado. Te prometo que ahora voy a estar contigo. Ya no te voy a dejar. La abuelita agonizante, con mucha dificultad y pausadamente dijo en medio de sollozos: -Te perdono hija, tú no has hecho nada malo. Doy gracias a Dios que me permite volver a verte. Mi amor por ti es como una velita que me mantiene viva. ¡Gracias Dios mío por el milagro!... Que Dios te bendiga hija mía. Y dicho esto, expiró. La enfermera irrumpió en llanto y profundamente emocionada abrazaba aquel cuerpo inerte. El DIF donó un ataúd y la presidenta municipal dispensó los gastos para que la señora fuera enterrada en el Panteón Municipal. Que descansen en paz. Eduardo Maximino Raymundo lópez

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